tal como no debe dejar talonarios de cheques
o cartas abiertas confesando un horrendo
crimen.
En
aquella tarde de verano,
una
no podía dejar de mirar el alargado espejo que colgaba allí,
fuera,
en el vestíbulo.”
(Virginia
Woolf. (1882-1941). La dama en el espejo: un reflejo.)
Las playas carecen
de ventanas. Ingiriendo del cáliz que augura acoger en él una refinada mudez
de autismo, el mismo que aquel caluroso verano en un camino de costero asfalto
y muerte se concibió.
Sospechar porqué las ventanas de las ambulancias son todas
opacas ya formaba parte del laberinto de edificios que interponían ante el sol una
hueca ciudad sin sentido, razón por la cual, tras el vuelo del cuervo, la manga
de su viento barrió con un cúter bienvenidas de esas que disimulan su intimidad
en las paradas del autobús.
Ocho de la tarde,
la otra ventana. Sentada en una de las butacas junto a la bolsa que
colgaba del alto del pie porta-sueros, su rostro era anémico, demacrado. Tras el ventanal del edificio sin color donde
ahora se encontraba –recuperándose-
decían, de sus “colisiones” internas,
sus eximidos ojos debilitados observaban bajo la sombra de sus ojeras un parque
sin niños, un paso de cebra que nadie cruzaba o unas aceras repletas de carencias.
Aquellos repartidos trozos de carne en vida que aún pululaban
por la calle fueron desapareciendo dando paso inadvertidamente a una ligera, cálida
y salada brisa que tras el ventanal del blanco marco, vulneraba a los diablos
de aquella envilecida habitación en la que una cama soportaba, como tantas
otras, el peso más de un trozo de carne; un despojo humano sedado que vomitaba una y otra vez el amargo sabor de aquella
desconocida medicina que atontaba a su realidad.
La Fase REM o sueño
paradójico. Dispuesta por
enésima vez a quebrar aquella jodida tormenta de verano, recorrió de nuevo la
senda, jugándosela inútilmente, para ver fundirse las inalcanzables agujas del
reloj convirtiéndose éstas en orugas que huían pavorosas de su depredador; un
vendedor de sueños que ahora toca el violín en cualquier playa con la mera
intención de sonsacar de manera ilegal la
preciada y escasa imaginación que todavía se resistía en salir de las pocas
cabezas engullidas, sin piedad éstas, por la análoga metamorfosis que escupió
Kafka.
Atonía inducida,
Fase 3 del NMOR. Por más que lo
intentara, el letargo que entraba por vía intravenosa en su brazo no le
permitió descubrir el rostro de la que con bata verde colocó cortésmente un
abusado libro de Virginia Woolf sobre aquella blanca mesita, de lo contrario y aun
así, le debería a ella -por el perfume- el final feliz de éste relato. La elegancia de
aquel detalle era como calco del reflejo de sentidos que desprendía cada una de
sus hojas alejando la tormenta con un inmenso arco iris. Los colores y el aroma
de sus letras eran capaces de vencer al maldito hedor hospitalario y a su
jodido crepúsculo de muerte, llanto y ansiedad.
La lectura siempre
es un acopio de libertad. La
pesadilla parecía estar acabando pero las letras del libro a su vez anunciaban
su final, un acceso imprudente al índice.
Ahí estaba ella, nuevamente colocada por aquella desconocida
droga hospitalaria, con estalactitas de baba en sus labios, apoyada a duras
penas en el alféizar de una de las ventanas de su suite hospitalaria y sujetando
con una de sus manos el agotado libro de Virginia Woolf.
Reiteradamente miraba por la ventana sin descubrir nada
nuevo, la claridad de ese día fue un fotograma convertido en fósil para el
resto de los mortales.
Como iba diciendo, las hojas del libro recurrían a sus
últimos acopios y ahora en forma de aviónes, como le hubiera gustado a la
autora de aquellas letras, una tras otra, profanan rasgando con piruetas de vivos
colores a un añejo y cansado cielo falsamente pintado de azul.
Nueve de la
mañana. Los aviones de papel son tan bonitos que ver tantos volando a
la vez resulta extremadamente carismático. Son como fueron aquellos que ahora
son trozos de carne en vida, aviones de papel que se deslizan acariciando la
existencia, unos lo hacen bruscamente y otros no tanto, algunos son más
delicados, pero la cuestión es que todos van para abajo, meciéndose sin frenos
pero concibiendo la esencia y la forma como el último aliento del amor sincero,
la Libertad.
Ella pensó lo mismo y algo más, desde la ventana se sintió
con tal capacidad de no entrar más y más nuevamente en aquella maldita pesadilla
que, convencida de ser parte de aquel libro y cuando la maldita espiral alcanzaba
su máxima velocidad, decidió formar parte de la última hoja del libro…
Escribiendo en ella su último poema, sintiéndose un avión
mientras se precipitaba libre al vacío.
Ventanas como rampas de lanzamiento para acortar la inútil espera.
ResponderEliminar..y que así sea.
EliminarUn abrazo Toro!!