“Lo
que desaparece, lo hallamos en cualquier rincón.
Tal
vez donde no haya luz, ahí está.
Otra
cosa es el materialismo absurdo
enraizado
en cabecitas
permitiendo
tocar y no ver.”
(Manu
LF. “Mis Noches Azules”. 2004)
Dicen que el tiempo lo pudre
todo y que el Yo no existe. Pues
vale.
Por aquellas fechas, me
encontraba en un lugar del subsuelo francés. Pasaba unos días, un tanto
aburridos, en casa de unos amigos que alternaban cafés entre monótonas excursiones
e intensas y homogéneas charlas.
Cuando la monotonía
francesa se convierte en tedio, y si las condiciones lo permiten, suelo salir a
pasear. Ese día, para no improvisar, tracé mi plan de ruta y sin más compañía
que mi sudadera, mi libreta y un boli, me mimeticé camaleónicamente entre la gran
metrópoli del llamado “Pays de la Loire”. Brillé con el sol de aquel lustroso
día y pronto volví a sonreír también por dentro, esbozando coger un bus que me
llevara hasta Le Corderie Royale, en Rochefort. Iba a tener dos días para mí
solo y necesitaba captar esas sensaciones que para muchos pasan como la vida;
desapercibida.
Lo mío desconozco si es
pasión o inmoralidad pero había estado antes en cinco ocasiones en aquella cordelería,
aunque nunca solo. La cuestión es que no pierdo esa vieja costumbre de revivir
sensaciones y recuerdos que la niebla conserva. Rodeado de arquitecturas barrocas
francesas, mi otro Yo se refunde con
los añejos vientos del siglo XVII que empezaban a oler a guillotinas.
Y allí estaba el mendas, desde
el jardín bordeado por el rio Charenté;
contemplando aquella alargada arquitectura industrial clásica del siglo XVII, la
pizarra azul de sus tejados y sus maravillosas buhardillas, dispuesto a soltar
los cuatro euros de la entrada.
En recepción me llamó la
atención un extenso grabado que refleja lo que fue la vieja ciudad portuaria de
Rochefort y que unos operarios trataban,
con absoluta torpeza, de colocar en una de las paredes.
Me ensimismé contemplando
los detalles de aquella litografía. No pecaba de ignorancia pues, modestamente,
conozco parte de la historia de Rochefort;
su antigua base naval, la fábrica de sogas o el puerto arsenal, construido por Colbert en el llamado siglo de la física;
XVII.
De pronto, una harmoniosa
conjunción de palabras sonó tras de mí;
-¿Qué lugar me recomiendas para
degustar un buen té?-
Esa voz, invitaba girarme y dejar de mirar aquella
lámina que, durante un buen rato, absorbía mis retinas y pensamientos con una
magnitud descomunal.
Sin disimular mi gesto de
incredulidad, me volví y allí estaba Monique,
sus grandes ojos, la libélula de su cuello que siempre la acompaña y su rostro
rebosando ternura, simpatía y gran amistad.
Monique estudió interpretación en Argentina, la conocí años atrás en
su pueblo natal; Kanboo, en un
concierto de Etsaiak. Mi primer libro
de Alejandra Pizarnik me lo regaló
ella el día de mi cumpleaños. En otras cosas no, pero en gustos literarios
estamos cortados, ambos, por la misma tijera. Siempre le acompaña su sonrisa,
pero ésta se le escapó hace años cuando la crueldad del destino le arrancó de
cuajo unas cuantas primaveras. No distinguiendo alivio en quienes consideraba
sus amigos creyó encontrar, en un cúter, el bálsamo añorado. En Euskalherria, recuperó poco a poco
ánimos, utopías y sueños. Entonces, aunque el sol no brillara para todos por
igual, su sonrisa empezó a asomar tímidamente por la barandilla donde tendíamos
los sueños que divagan los tejados.
Grité sorprendido su
nombre y abrazados nos fundimos dando vueltas por aquella sala, como dos
desquiciados ante los atónitos ojos de quienes, con compostura, aguardaban
adquirir sus entradas para contemplar lo que yo ya excluía.
La casualidad hizo que Monique, minutos antes en el pueblo, me
viera en la ventana del autobús que trae a los turistas hasta la vieja fábrica.
Monique, me había llamado varias veces al móvil, pero claro, los
móviles apagados no dan señal.
Salimos de la fábrica de
sogas con tal emoción que dejé olvidada mi sudadera.
A orillas del rio Charenté, echamos el ancla al tiempo y
allí nos sirvieron el preciado oro verde, un exquisito té en su punto. En
aquella tetería con olor a viejas maderas y tés del mundo, charlando y riendo
vimos pasar las horas de aquella tradicional ciudad que huele a inmemoriales aventureros
mientras, con palabras, desplegábamos sobre aquella desgastada mesa la vida de
nuestros últimos años.
Me invitó a comer a su
casa, accedí. Tan solo llevaba dos semanas viviendo en Rochefort, acababa de mudarse desde Italia, por ende todo estaba
patas arriba y lo que no, todavía permanecía ordenado en cajas de cartón; unas
precintadas y otras destapadas. Allí entre el orden del desorden, me presentó a
Karen, su pareja, de la que ya me
había hablado con anterioridad. Karen
hablaba hasta por los codos, su voz envolvía a las consonantes y la primera
impresión que tuve de ella fue acertada; una chica carismática, extrovertida,
natural como una flor que se mece por el viento y que sabe estar en su sitio. Tenía
unos ojos muy cucos y una imaginación de otro mundo. Karen, oriunda de Bourdeaux, vivió los quince últimos años repartidos
entre Argentina e Italia, ella a sus veintiocho años ejercía de profesora de
canto e interpretación.
Propuse hacer yo la
comida pero dada la situación de babel en la que se encontraba la cocina, haría
algo sencillo; una exótica ensalada y macarrones con salsa de queso -había
visto diferentes clases de éste en el frigorífico-. Me colgué con guasa un
delantal que vi sobre el respaldo de una de las dos sillas que había en la
cocina y acto seguido apareció Monique con
una cámara de fotos para no perder el detalle de lo que yo no me había percatado;
el mandil representaba la caricaturización de unas extremidades inferiores más dignas
del “Camasutra en la Cocina” que de
un Chef. Las carcajadas de Karen inundaban la casa y mientras
hervía el agua con los macarrones; el delantal, unos improvisados disfraces con
trapos y sartenes y las risas, quedaban inmortalizadas para siempre en aquellas
fotografías. Aquello fue nuestra “Stultifera
Navis” particular.
La comida, regada con una
botella de vino Chianti, resultó un
éxito, sin sal, pero un éxito y tras una larga y agradable sobremesa, café
incluido, vimos que el sol se había ido.
-¿Te quedas a dormir con nosotras?- Sugirió Karen.
-Me quedo encantado- Afirmé.
Aquella noche charlamos los
tres intensamente y como la cama era grande no tuvimos problema para hacerlo a
pierna suelta. Cuando se cerraron mis ojos aparecieron los de Karen, ante mí, haciendo malabares. Ya no pude conciliar el sueño, me levanté dirigiéndome
a la cocina para juntar letras sobre una hoja en aquella mesa con restos de
macarrones. Eran las siete de la mañana.
Siempre recordaré aquel
día, el rencuentro con Monique, los
abrazos, como se deshizo el tiempo en aquella tetería al lado del rio Charenté, las risas en su casa, el famoso
delantal, los macarrones con queso y sin sal, la “exótica” ensalada de tomate y
lechuga, la humildad que supura Karen,
los malabares que hacen sus ojos y la sincera manera con la que ambas acarician
la vida, ha hecho volver de nuevo la existencia o al menos tener ésta un
sentido para Monique.
Esta mañana, alguien
abrió un paquete que portaba un empleado de correos y el remite rezaba así;
“De Monique y Karen, desde Italia
con amor ❤”
...tantas otras cosas etéreas
que se perciben, se comprenden y tocas cuando el corazón convierte el recuerdo
en ríos de emoción que recorren mi cuerpo en la agradable sensación de una sana
melancolía.
Entonces escribí esta crónica de aquellos días que pasé con Monique y Karen.
Moraleja; El tiempo no pudre nada, el Yo sí que existe. Ja, je, ji, jo, ju!!
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