“En las tardes azules del verano
por los rastrojos picoteando
iré por los senderos
dejando que el viento bañe
mi cabeza desnuda
no diré nada, en nada pensaré
el amor infinito me subirá hasta el alma
y me iré lejos (...).”
(Arthur Rimbaud. 1854-1891. Sensación)
Pasaron las horas secadas por los minutos, se marchitaron los
años que envejecieron los días. No crecí ni me hice mayor, muté en el insensato
altruista olvidado que veló, en madrigueras de lobos, mil quinientos pensamientos
incendiarios.
Tras el coma vino la amnesia, a quien la dudosa generosidad
de la luna menguante tendió la mano para sortear, sin éxito, los “abismos-dolor” que hieren sin piedad
a las almas sombrías y atormentadas en las profundidades de los sentidos que percibo.
Aquel alma, que tanto añoré cambiar por el suyo, se volvió
taciturno después de ver el rostro de la muerte como me brindaba seguir viviendo
a costa de su partida; la antesala a una muerte en vida, pero nunca me sedujo la
parca.
Cual coyote herido, huí corriendo de “hijosdelapeorputa” y al doblar esquinas, les devolví la revancha en
forma de epitafio.
Leyendo a Rimbaud hago sombras a los recuerdos, los mismos que en el
umbral del tiempo, y como los sueños, ahora brillan por su ausencia.
Que le jodan,
confieso, a la última caridad infinita de
Cloto, Láquesis y Átropos.
Con mi sangre a trescientos por hora, siento el vértigo del abismo, me aproximo a él y veo nevar a través de
mi ventana. Sentencio los rastros de alquimias, borrando folios blancos y
pintando en ellos letras que servirán para hacer un fuego que sosiegue al no-verano más crudo.
Y ahora, como de costumbre; arrugo el folio, lo despedazo
como jamás he podido fragmentar un tiempo que me quebró. Una vez más, mi
subconsciente me traiciona, indicándome donde guardo más de ellos; cientos y
cientos de folios en blanco que parecen gritar mi nombre, para que deje un poco más
de mi mundo sobre ellos sin que Nadie los lea.
Bajo la escalera un poco más, aún, a sabiendas de ser consciente de lo que cuesta volver a poner en pie todos y cada uno de los peldaños olvidados que me servirán para volver a subirla cuando necesite, desde mi azotea, volver a ver las estrellas.