“Para ver un mundo en un grano de
arena
y un paraíso en una flor
silvestre,
sostén el infinito en la
palma de la mano
y la eternidad en una
hora.”
(William
Blake. 1757-1827)
Hace tiempo que un batracio nómada campa a sus anchas por mi
cráneo. Lo he llamado Gustavo. Ha hecho entre telarañas su hogar y ya no quiere
marcharse de él. Ahora es un batracio sedentario. Cada mañana me despierta y me
dice; –hey, brother!–. Y me da mucho asco.
Yo esquivo sus reclamos parpadeando dos veces y escribo
ensoñaciones en la cocina cuando ésta huele a café mañanero.
Poder parpadear no es un súper poder, más bien un
lanzallamas fulminante como un izquierdo implacable de Muhammad Ali.
Tener un batracio sedentario como residente fijo de azotea
me hace sentir frío, el calor huye de mí, pierdo por las manos mis calorías.
Ahora que le he dado un puntapié al verano, hago las paces con Gustavo, bueno,
lo consideraré una tregua-trampa para luego, entre la bagatela de su
holgazanería, pillarlo de sorpresa y meter una jodida bala-chirimoya en mi cabeza.
Durante el tiempo que suspendo las hostilidades dejo de
escribir historias de batracios, me dedico a fondo al estudio, madrugo para ir
a la facultad, busco el tema Blues My Naughty Sweetie Gives to Me en un CD de Pee Wee Russell y Jimmy Giuffre. Arranco
el motor. El viento es más frío que ayer, el otoño aguarda al final de la
carretera, tras las montañas. Razón de más para no bajar la ventanilla del puto
coche.
La universidad dispone de un aparcamiento muy grande,
siempre está completo, aparco dos manzanas por detrás y camino gélido, como mis
pensamientos, embutido en la sudadera que pillé en un rastro de Lavapiés el año
pasado. Escucho música en los auriculares de un viejo MP3 y miro cabizbajo mis viejas
zapatillas, cavilo, todavía me pueden durar un par de otoños más, muerto de
frío envidio por primera vez al batracio sedentario que se aloja cálido en mi
cabeza, pienso en la pistola que dispara chirimoyas y en los pocos –hey, brother!– que le quedan a este
cabrón.
Siento las manos entumecidas por momentos, el frío aquí es
mortal de necesidad. Accedo a la facultad por ese enorme portón acristalado y
el contraste con el calor me dilata tan bruscamente que, hecho pedacitos, caigo
al suelo fulminado.
Gustavo accede al aula saltito a saltito, croando. Ahora
ocupará su lugar en el cráneo de otro imbécil.
CROAAAACK…
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