“Ver lo invisible, oír lo inaudible.”
(Arthur Rimbaud. 1854-1891)
Dulce chica, verde y amarilla,
ante tres espejos su rostro,
en su muñeca un reloj
y en sus labios mil promesas,
cantó en la octava partitura del ascensor,
cuando el tiempo se detuvo
eclipsada tras el rastro de Youth Group.
“Algunos
son como el agua, y otros como calor
algunos
como una melodía, y otros como el ruido.
Tarde
o temprano todos se irán
¿Por
qué no permanecen jóvenes?”
Sin cesar lo tarareó a la tormenta
pero yo la susurré al oído;
—Siempre
joven, las sombras mueren con estilo—
desnudos nos unió el escalofrío
y de su intimidad abrió las tres puertas;
a la roja amabilidad del corazón
a la desesperación
y la de la ternura, por si las moscas.
Lo menos ordinario de ella
fue sentir mis latidos a trescientos
cuando por telepatía apareció.
Y aunque
en sus zapatillas siempre llevó barro
(del
que nace cuando lloran los cántaros)
y en su cabeza un gran matojo de estrellas
(de
esas que a la locura embelesan),
rejuveneció vertiginosamente junto a mí
y con los treinta inviernos del año,
en todas y cada una de las trescientas sesenta y cinco
lluvias
que bañan los cerezos de veinticuatro horas
se confundieron las caídas improvisadas del otoño.
—Nadie estamos hechos de una sola pieza—
dijo, cambió de canción
…y esa fue su colosal cortesía
cuando tras sábanas y corridas
tocó la despedida.
Y son en las estaciones, esos agorafóbicos cubiles,
donde se regresa o se parte;
vertiendo nostalgia, descuartizando corazones.