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jueves, 4 de diciembre de 2014

Seiscientos treinta y tres hologramas.




"La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender
 sino las normas de vuelo más elementales: cómo ir y volver entre playa y comida.
Para la mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer.
Para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba, sino volar.
Más que nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba volar."
Richard Bach.



Seiscientos treinta y tres días antes de compartir el vaso de los cepillos de dientes, había guardado con brío todas y cada una de las hojas de aquel viejo almanaque con fotos de la época; un tranvía recorriendo la antigua línea 51 de la Meridiana, el 40 circulando ante el asombro de los viandantes por el barrio del Clot o la inauguración en 1945 de la nueva línea de tranvías Plaza Catalunya- Santa Eulalia, entre otros. Pero el tiempo que había permanecido aquella cronología de hojas entre los rincones de la Planta-2 había desgastado, corroído y deteriorado el propósito que en ellas se pretendía preservar. Podía haber sido peor, pensó.
En la ciudad de los adustos, el tiempo es lo que tarda una canción de esas pegadizas en repetirse por la radio y ya se sabe que en las casas sin música, los relojes son puramente decorativos y es por ello que nuestra amiga guardaba un as bajo la manga; una completísima –pero inútil– colección de octavas partes de compasillos y cadencias. Nada más y nada menos que seiscientas treinta y tres corcheas listas para ser disparadas a bocajarro sobre la cara de algún imbécil de esos que llenan ayuntamientos, juntas, congresos, cámaras y demás antros pensados para el esparcimiento de las élites políticas, –decía-.
Lentamente comenzaba a aceptar su destino rechazando posibilidades, más siquiera cuando recordó el trágico fin de aquel cura del barrio, calvo de larga barba blanca que creyéndose el hijo resucitado de Mormón paseaba por Las Ramblas con un libro de Orson Pratt bajo el brazo,  predicando a viva voz un complejo sermón mormónico ante las sobresaltadas miradas de algunos ingenuos viandantes, antes de terminar con su vida una mañana de sábado sesgando sus muñecas en las vidrieras multicolores de la Sagrada Familia. Según afirma mi amiga, el cura de su barrio fue el eslabón perdido entre Helena Blavatsky y Ángel Berriatua. Yo no sé si creerla porque el número seiscientos treinta y tres es un número amputado, un holograma, nunca tuvo cuaderno por el que pasearse, ni pizarra para ser visto. Aún así hace pensar, cuando el tiempo no vale nada, en lo deprisa que se repite por las ondas radiofónicas de la ciudad una canción de esas pegadizas pero que al final, siempre se apagan.
Fin de la historia.