"La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender
sino las normas de
vuelo más elementales: cómo ir y volver entre playa y comida.
Para la mayoría de las gaviotas, no es volar lo que
importa, sino comer.
Para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que le
importaba, sino volar.
Más que nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba
volar."
Richard Bach.
Seiscientos treinta y tres días antes de compartir el vaso de
los cepillos de dientes, había guardado con brío todas y cada una de las hojas
de aquel viejo almanaque con fotos de la época; un tranvía recorriendo la antigua
línea 51 de la Meridiana, el 40 circulando ante el asombro de los viandantes por
el barrio del Clot o la inauguración en 1945 de la nueva línea de tranvías
Plaza Catalunya- Santa Eulalia, entre otros. Pero el tiempo que había
permanecido aquella cronología de hojas entre los rincones de la Planta-2 había
desgastado, corroído y deteriorado el propósito que en ellas se pretendía
preservar. Podía haber sido peor, pensó.
En la ciudad de los adustos, el tiempo es lo que tarda una
canción de esas pegadizas en repetirse por la radio y ya se sabe que en las
casas sin música, los relojes son puramente decorativos y es por ello que
nuestra amiga guardaba un as bajo la manga; una completísima –pero inútil–
colección de octavas partes de compasillos y cadencias. Nada más y nada menos
que seiscientas treinta y tres corcheas listas para ser disparadas a bocajarro
sobre la cara de algún imbécil de esos que llenan ayuntamientos, juntas,
congresos, cámaras y demás antros pensados para el esparcimiento de las élites
políticas, –decía-.
Lentamente comenzaba a aceptar su destino rechazando
posibilidades, más siquiera cuando recordó el trágico fin de aquel cura del
barrio, calvo de larga barba blanca que creyéndose el hijo resucitado de Mormón
paseaba por Las Ramblas con un libro de Orson Pratt bajo el brazo, predicando a viva voz un complejo sermón
mormónico ante las sobresaltadas miradas de algunos ingenuos viandantes, antes
de terminar con su vida una mañana de sábado sesgando sus muñecas en las vidrieras
multicolores de la Sagrada Familia. Según afirma mi amiga, el cura de su barrio
fue el eslabón perdido entre Helena Blavatsky y Ángel Berriatua. Yo no sé si
creerla porque el número seiscientos treinta y tres es un número amputado, un holograma, nunca
tuvo cuaderno por el que pasearse, ni pizarra para ser visto. Aún así hace pensar,
cuando el tiempo no vale nada, en lo deprisa que se repite por las ondas radiofónicas
de la ciudad una canción de esas pegadizas pero que al final, siempre se apagan.
Fin de la historia.