(Con
la muerte en los talones. 1959).
Había una vez un hermoso gusano
vendedor de deseos que un día de lluvia descomunal con rayos, relámpagos y ventisca
incluida, rastreó contra viento y marea las delicadas campiñas de una piel.
De pies para arriba paseó por una
de las piernas y luchando contra la fuerza del viento disfrutaba del encanto de
una tez blanquecina recogiendo todo lo que encontraba a su paso; globitos de
colores, pétalos marchitos de adelfa y algún que otro envoltorio odioso de esos
caramelos que tanto hicieron –a su antiguo dueño– aborrecer los dilatados paseos
veraniegos con sabor a tutifruti bajo el abrasador sol de Ohio.
Aquellos campos de piel le
recordaban la escena de un simpático publicista, Roger Thornill encarnado por
el mítico Cary Grant, que corriendo entre maizales intentaba evitar, a toda
costa, ser violentamente fumigado por una avioneta.
Veintitrés orificios de aquel
hermoso cuerpo quedaban a la intemperie. Sí, veintitrés. Los había contado una
y otra vez, no cabía error, veintitrés. Todos, incluso los de aquellos ojos hueros
que en su día albergaron unas imponentes pupilas ahora apagadas. Y veintitrés,
para nuestro hermoso gusano vendedor de deseos, dada su experiencia en estos
asuntos, se le antojaban excesivos. ¡¡Una pasada!!, pensó.
Tranquilamente y sin prisas,
abandonado a sus pasos y al sabor de los caramelos tutifruti continuó
merodeando y descubriendo nuevos horizontes.
El hermoso gusano vendedor de
deseos, en su paseo, indagó y descubrió allí, un poquito más arriba algunos
luctuosos desperdicios; talentos sin interpretaciones, rimas sin versos, prosas
sin narrativas, letras sin folios en blanco y sueños sin techo. Todo aquel variado surtido, manaba mezclado de
una cabeza con nueve agujeros.
En el tema sesos y sangre no
entraremos por tratarse de un cuento infantil.
Sí, es cierto; el poeta –como
tantos–, había muerto fusilado.
Fin de la historia.
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