cerradura ni cerrojo
que se pueda imponer
a la libertad de mi mente."
(Virginia Woolf. 1882-1941)
Durante el día subía la escalera de sueños y ésta me llevaba hasta el
limbo. Allí todo era gaseoso e inmaterial. Libre como un pájaro, las horas y
los días pasaron fugaces. Conocí a gente, insubordinados que como yo soñaban. Reí,
jugué, follé, canté y escribí mis mejores canciones junto al lago. Pero los “sabelotodo pedantes” tacharon de profanas las fantasías aislando éstas y
desplazándolas al margen de una línea prohibida, aquella que separa a justos de
inmorales, a legales de ilegales, ordinarios de raros. Cortaron mis alas y forzado,
abandoné mis sueños dejándolos atrás.
Entré a una cafetería y pedí a la chica de ojos optimistas un café con
leche sin azucarillo pero con una pizca de amistad y dos galletas. Con qué poco
me conformo, insinuó. Ella también habitaba clandestinamente el mundo de los
sueños.
El aire oxidado, mohoso y corroído me recordó que debía volver a soñar
pero ya era demasiado tarde. Sorprendido me eternicé atrapado en el alud de un
mundo del cual renegaba. Esposado escribí poesías y éstas hablaban de muerte,
de expiraciones y de agonías. Vi llorar a Emily Dickinson y también a Virginia
Woolf, sollozaron hasta las nubes viendo a Alfonsina Storni siendo tragada por
las aguas de la playa de La Perla y allí en una barca se dejaba mecer Alejandra
Pizarnik, dejando caer al mar una a una hasta cincuenta pastillas de las que le
brindaron más tarde su apócrifo descanso eterno, el sueño perenne, firme como la
inmarcesible secuoya Hyperion, sólo como ella misma y sí, desde entonces
acompañé al cielo con mi llanto.
Todo cambió, yo cambié, vosotros cambiasteis. Sentí como la luna me
tiraba espinas envenenadas. Fue una metamorfosis áspera, para nada delicada.
Recuerdo el olor dulzón al que me acostumbré, era el olor de los muertos y yo
me miré angustiado, me encontraba entre ellos. Mierda.
En la junta, se congregaron los cabecillas; caciques, decanos,
directores, alcaldes y también dirigentes de grupos insurrectos vestidos con
chaquetas de pana dando el pego progre. Su intención no era otra que la de dar
un severo escarmiento a aquel que había osado entrar en el mundo de los sueños.
Reflexionaron durante incontables horas y el veredicto salió de sus bocas como
guijarros disparados a muy poca distancia sobre mí. Una voz inflexible, honda
como una luz sempiterna, expuso dictando sentencia:
-¡CULPABLE DE SOÑAR!
Y el mallete golpeó con tal fuerza sobre la peana que hizo encogerme.
Con los puños apretados, en mi cabeza permanecía el veredicto, “culpable de
soñar”, “culpable de soñar”, “culpable de soñar”, “culpable de soñar”…
Todos rieron, todos se felicitaron, clavando sus desprecios en mis
vísceras. Sentí una indescriptible agonía, la jodida amargura de sentir moverse
a millones de helmintos en mis tripas.
¿Y ahora qué?, pensé desde
mis entrañas mientras el minúsculo tiempo se estancaba para mí.
Les grité;
-Pan y circo!¡Vuestras
sentencias son opiniones. Me la suda vuestra jodida opinión, inquisidores de
mierda, verdugos, prevaricadores! ¿Dormís tranquilos? Farsantes!
Sintiendo la sensación de alguien que ya está enterrado me evadí
soñando y desde el limbo volví a sentirme libre. Desde la aureola de mis sueños
distinguí a los de las chaquetas de pana, tras sus máscaras, tildándome de
ilegítimo, ladraban por lo bajo allí sentados comiendo de la mano de atroces
verdugos. Cagándome sobre aquellas ratas miserables abandoné el puto anfiteatro
mientras sentía como me embriagaba el aroma acogedor de un café preparado con
voluntad, amor y amistad.
Follándonos en plena libertad, ella mordía la almohada de los sueños tratando
sin remedio silenciar los gemidos que sus orgasmos provocaban y entre sudor susurré
en su oreja;
-Algún día volveré porque a mí
nadie me ha regalado nada. Algún día volveré, iré a por ellos porque la
felicidad de los humildes siempre es subversiva-.
Y con su lengua en mi boca, silenció aquellas palabras, quitando las
piedras del camino y señalando la senda Roja que nos conduciría, una vez más,
hasta los sueños.
Agotado, sintiendo su respiración romper el silencio y con su flujo
escribí;
-Algún día volveré e iré a por
ellos.
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